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Del invierno en Rusia

Del invierno en Rusia

rusia May 16, 2025

Podría decirse que es la primera vez que el invierno llegó a Rusia. Parece ser que moscovitas y petersburgueses han visto con gran sorpresa esos copos de nieve que comenzaron a caer y no pararon hasta cubrir de blanco las dos capitales de la Federación Rusa. Un frío húmedo envolvió a Petersburgo hasta congelarnos a todos y crear un caos tan paradójico como tantas otras cosas en estas tierras.

La cuestión exige paciencia porque, aunque es desesperante sentir la nieve pegajosa derretirse en los bordes de los ojos; soportar la niebla que llega desde mar y se incrusta hasta en las arrugas de las manos; oler la sal marina entrando helada por los pulmones con un aire irrespirable, a pesar de todo esto, es mejor respirar hondo. No importa que sea ese aire pantanoso que caracteriza a la ciudad de Pedro el Grande, la clave está en respirar.

En el suelo se han acumulado los charcos de lodo y nieve que llegan a menudo hasta las rodillas. En la calle, los pobres transeúntes pasan las avenidas evitando irse de bruces cual pingüinos en el Ártico o que los carros les pasen por encima, y, también, como si fuera poco, controlando el equilibrio debido a las mundialmente famosas ventiscas de esta ciudad. Parece ser que Petersburgo es el único lugar del mundo en donde nieva de abajo para arriba, o así parece cuando se levantan esos torbellinos que impulsan la nieve por debajo del abrigo, en una clara falta de respeto por la dignidad humana.

Para sobrevivir a todo esto hay que hacer alarde, claro está, de un poco de táctica y estrategia, como aquella de caminar dando salticos cortos para reforzar el agarre de las botas, o el vital hábito de apretar las manos y mover las muñecas para que la sangre de los dedos siga circulando, recordándole a las manos que aún estamos con vida. Desafortunadamente eso solo funciona con las manos, porque algunos todavía no hemos aprendido a hacer lo mismo con las orejas.

Las orejas, golpeadas por el viento helado, se desocupan de toda sangre y se corre el peligro, cuando la temperatura está muy fría, de perder partes de la oreja sin siquiera percatarnos de ello. Al menos, ese es el susto que uno tiene hasta que encuentra refugio. Pero entonces, ahí, en el calor de un cuarto o una sala, ocurre otra metamorfosis inevitable: de repente uno siente la sangre brotar sin compasión hasta la cabeza; la piel de los labios se va rompiendo bajo la presión sanguínea y las orejas comienzan a hincharse hasta quedar ridículamente rojas. En el invierno ruso, todos parecemos muñecos de navidad.

Pero hay algo extraño y es que, en medio de todo este paraje desolador, hay algo conocido y familiar a los sudamericanos. Un cierto desorden de común acuerdo contra el que es imposible luchar, porque el ruso es también de sangre gitana, tátara, mongola y armenia. De ahí que sea fácil encontrarse con situaciones que perecen sacadas de Cien años de soledad. Y a pesar de que es poco probable que nuestro clima ecuatorial tenga que ver con la estepa rusa y que nuestra idiosincrasia sea similar a la de los rusos, los hechos parecen desmentirlo.

Hace poco, cuando pasaba por una plaza de la ciudad, y en medio de un caos vehicular de proporciones míticas, fui testigo de la siguiente escena. Llegando a la catedral de San Isaac, vi cómo cinco personas se fueron de bruces y rodaron hasta la mitad de la calle, en lo que podría llamarse una caída sincronizada. Los testigos, en una mezcla de fascinación y horror, hicimos un esfuerzo por no aplaudir tan espontaneo esfuerzo. En ese mismo momento, también, y como si cada parte de ese pintoresco cuadro quisiera llamar nuestra atención, pasó un ciclista a toda velocidad en medio del resbaloso piso y los charcos de lodo y nieve. Finalmente, y aun sin haber salido de mi asombro por la caída sincronizada y el ciclista equilibrista, pasó un caballo solitario, sin jinete, perdido, sin saber muy bien qué estaba pasando, como yo.

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